Ni un solo domingo, desde aquella tarde, he puesto los pies tras las herrumbrosas puertas de la iglesia.
Para goce y alimento de alcahuetas, cada fin de semana, el párroco nuevo , con la sotana recién planchada, salía al púlpito y elogiaba a los allí presentes orando asimismo por las almas perdidas: las que congregaban en la taberna, que por suerte no eran muchas.
Se adormilaba el hombre, entre rezo y rezo, y el monaguillo, acostumbrado ya, elevaba los brazos hacía los feligreses, incitándolos al canto, que entre risas y suspiros despertaba al ausente.
Yo esto lo se porque me lo contó el Faustino, el de la Dolores, que por no hacer rabiar a su madre, se apretaba el lazo al cuello y la llevaba del brazo.
Y cada tarde,que no fuera domingo, justos y pecadores, nos encontrábamos en bancos de piedra, en la Avenida de los Olmos, los mismos que ahora están enfermos, a beber el fresco vino de las bodegas y echar una partida al mus.
Y eso no me lo contó el Faustino. Porque a jugar y beber, y a mirar a las mozas, no me gana ni Dios.
En aquellos entonces, las puertas de las casas de la pequeña plaza se llenaban de sillas que guardaban la compostura de las viejas.
- ¡Leñe de niño ¡ - Gritaban cuando , tras merendar lo que hubiese, se escapaban los pequeños bellacos, corriendo a más no poder, tirachinas en mano, a los campos segados, a matar pájaros o cualquier bestia o bicho que se cruzase en su camino.
Las niñas se quedaban sentadas, en sus sillitas, aprendiendo a bordar, al lado de las abuelas, mirando con envidia como los futuros hombres y esposos se alejaban como espíritu que lleva el viento, hasta los límites del pueblo, los envidiaban ,al verlos llegar en la caída del ocaso... envidiaban aquella brecha en la frente o sus rodillas sucias y su ropa polvorienta, rabiaban al contemplar sus rostros de héroes de "Aqui no ha pasado nada".
Agua y jabón Lagarto, un cachete en el culo, y arreando, que es gerundio.
Las niñas debían saber hacerse apretadas las trenzas, secar los cubiertos después de comer y guardarlos en el cajón, los cuchillos no se lavaban con agua, que trae mala suerte, sabían también, aunque nadie les había explicado, que el día que aprendieran a bordar, podrían salir juntas a pasear en la tarde, como aquellas que pasaban ahora ante la puerta, con sus cabedlos anudados en un lazo blanco y sus zapatos embetunados.
Ni un solo domingo, desde que murió mi padre, he puesto los pies, y menos el espíritu, tras las herrumbrosas puertas de la iglesia.
Ni un solo domingo, desde aquella tarde de San Juan, cuando a la Rosa se le cayó el pañuelo perfumado, y al devolvérselo, colgué los hábitos.